Durante las dos últimas décadas, cientos de sociólogos, historiadores, politólogos, periodistas, filósofos, economistas e intelectuales de las más diversas ramas del saber, han analizado la indudable crisis en que se mueve la izquierda europea y mundial desde la desaparición de la Unión Soviética, régimen que con todos sus defectos produjo la mayor transformación social de la historia en los países occidentales y abrió las puertas de la esperanza a muchos otros no desarrollados. Petras, Chomsky, Bourdieu, Wallerstein y otros muchos, llevan años clamando por la necesidad de recomponer la izquierda desde sus raíces, volviendo a retomar preceptos abandonados por la socialdemocracia y otros nuevos en consonancia con los tiempos que corren: Evidentemente su pensamiento no es divulgado por los grandes medios y, por tanto, no llega a los ciudadanos. Todos ellos, cada cual a su manera, coinciden en tres cuestiones: La desmovilización y desmotivación de la izquierda a raíz del colapso de la URSS, no porque este régimen fuese modélico, ni mucho menos, sino porque mientras duró los neoconservadores no se atrevieron a comenzar la destrucción del Estado Social de Derecho; la incapacidad de la izquierda para articular una respuesta atractiva y contundente contra los globalizadores de la pobreza, y la apatía de una ciudadanía aburguesada por el consumismo y los medios de comunicación de masas.
Como es obvio, han cambiado muchas cosas desde que Marx y Engels publicaron el Manifiesto Comunista, pero no tantas como creemos, pues la explotación del hombre por el hombre, la depredación, la codicia y el crecimiento insostenible continúan siendo –a escala planetaria- la base del sistema económico vigente y amenazan –ante la pasmosa pasividad de los afectados- con regresarnos a todos al siglo XIX. En estas circunstancias, hoy es más necesario que nunca dejar atrás los recelos y refundar una izquierda ilusionante que sea capaz de romper el hechizo que la convirtió en rana hace más de dos décadas.
La crisis de la izquierda, en efecto, comienza cuando muchos de sus logros programáticos materiales se han conseguido en Europa Occidental. Nadie a principios del siglo XX podría pensar que en 1970 los países miembros de la Comunidad Europea tuviesen un salario mínimo decente, derechos sindicales protegidos, empleo fijo, pensiones, o redes públicas universales de sanidad, educación, transportes o asistencia social. Sin embargo, después de la crisis del petróleo de 1973, comienza un nuevo ciclo que podríamos denominar “contrareformista”: Hemos ido demasiado lejos en las concesiones en materias sociales –se decían en los altos despachos los “ingenieros contables” neoconservadores-, el sistema resulta insostenible, no nos deja ganar todo lo que podríamos y es preciso hacer recortes drásticos, posibilidad que nos permite la docilidad de los sindicatos y partidos de izquierda y la indolencia ciudadana.
Esa nueva política económica se fraguó en Estados Unidos y poco a poco se fue introduciendo en Europa bajo el subterfugio de que sólo aplicando contrareformas se podría mantener algo del sistema socialdemócrata imperante en Europa. Los partidos de izquierda creyeron de verdad en aquellas razones y comenzaron a tomar decisiones desde el poder que hasta entonces eran patrimonio de los gobiernos derechistas: Reconversiones industriales con miles de despedidos, deregularización del mercado laboral, disminución del peso de los impuestos directos en favor de los indirectos, privatizaciones de empresas y servicios públicos, eliminación de los controles sobre los movimientos de capitales y transferencia de parte del poder del Estado a las grandes corporaciones industriales y financieras, sumándose de ese modo a quienes, desde otro ámbito ideológico, creían que el libre mercado era algo parecido al “Bálsamo de Fierabrás”, pero para sus intereses particulares.
Todo ello, la realización de políticas contra-natura –mención especial merece la actitud de la socialdemocracia austriaca que después de haber dado forma a uno de los Estados más igualitarios y avanzados del mundo, votó hace unos años una ley de marcado carácter racista pensando en el rédito electoral-, unido al cambio de mentalidad acaecido dentro de unas clases medias cada vez más individualistas e insolidarias, y a la disminución del peso de las enseñanzas humanísticas en los currículos escolares han creado el caldo de cultivo preciso para que las ideologías populistas más conservadoras hayan ganado terreno en todos los campos incluido el de la movilización social, mientras la izquierda, que a duras penas mantiene el tipo, no es capaz de articular un programa atractivo para una población cada día más preocupada por lo inmediato y particular.
Por ello, estimamos más necesaria que nunca una redefinición de la izquierda que pasa ineludiblemente por retomar muchos de sus postulados esenciales:
1. La izquierda se mueve por principios éticos, de ahí que la política no sea un medio para el medro personal, sino para el mejoramiento de la vida material e intelectual de todos los ciudadanos. No caben ejecutivos con nóminas multimillonarias que planifican nuestro futuro reduciendo costes laborales. Eso es cosa de otros a los que hay que plantar batalla en todos los campos y con todos los medios.
2. La izquierda en el poder no puede seguir las recetas económicas, políticas y sociales elaboradas por la derecha. Tiene las suyas propias indefectiblemente unidas al mantenimiento y extensión de Estado Social de Derecho.
3. Las elecciones se ganan haciendo creíble un programa, no siguiendo los dictados de las encuestas. Es preferible estar en la oposición denunciando los abusos que estar en el poder cometiéndolos.
4. No es verdad que los objetivos programáticos de la izquierda se hayan cumplido mayoritariamente, antes al contrario vivimos en la actualidad un proceso de desmantelamiento de aquello que se había conseguido sin que exista una oposición clara y rotunda.
5. La educación laica, única y universal es un patrimonio irrenunciable de la izquierda. No se puede construir una sociedad mejor con un sistema educativo clasista y excluyente. La educación concertada no es ningún derecho, por tanto debe desaparecer.
6. No se llama hoja de ruta, se llama planificación y corresponde, en todos los ámbitos esenciales de la vida, al Estado democrático. Educación, Sanidad Pública, Protección de la vejez y las dependencias, urbanismo, infraestructuras básicas, servicios públicos imprescindibles como el suministro de electricidad y agua, la protección de la naturaleza y, parcialmente, el sistema financiero, han de ser arrancados como sea de las garras del mercado, eso sí, bajo criterios se eficiencia y controlados por los representantes de la soberanía popular, que no nacional.
7. El mercado no es la solución, el mercado es el problema. No se trata de construir una sociedad dirigida por burócratas, pero sí de otra en la que el mercado esté al servicio del hombre y no al revés, y esto sólo se consigue regulando las transacciones comerciales y de capitales, controlándolas.
8. Los derechos políticos, sociales, económicos y culturales son irrenunciables. Pero no sólo eso, estamos al principio del camino, se han de extender, ampliados, a todos los hombres del planeta.
9. Bajar impuestos no es de izquierdas, es reaccionario. Los impuestos han de ser proporcionales y progresivos. Cada ciudadano tendrá que pagar según sus ingresos y el fraude fiscal tendrá que ser perseguido como delito contra la Humanidad.
10. Partiendo del entendimiento de la política como una ética, la izquierda tiene la obligación de reconstruir sus instrumentos de movilización social –partidos, sindicatos, asociaciones de vecinos, medios de comunicación, sociedades civiles, agrupaciones ecológicas-, hoy domesticados, para buscar el apoyo social imprescindible para enfrentarse en todos los terrenos a quienes pretenden vaciar la democracia de contenidos sociales. Es ahora, más que nunca, cuando el mundo, cuando el pueblo, necesita de una izquierda nítidamente diferenciada de quienes nos han colocado al borde del abismo. Nadie, pues, debe asustarse de reivindicar el papel del Estado en los servicios públicos, en las obras públicas, en la banca o en cualquier otro sector esencial para el progreso de la humanidad y una justa redistribución de la riqueza. No se trata de izquierdistas que quieran refundar el capitalismo –que ya se ha refundado cientos de veces desde el principio de los tiempos- sino de sustituirlo por otro sistema que esté al completo servicio de los ciudadanos en una sociedad más justa y más libre donde los codiciosos, los avariciosos y los crápulas que se juegan el dinero de los demás en casinos trucados no tengan cabida salvo tras los barrotes de una prisión.
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