- Televisión: el más mortal de los cánceres
María Teresa Jardí
México.- Al malinchismo como enfermedad generalizada, mortal de la clase política, se suma el cáncer destructivo de la corrupción como regla. Cáncer terminal para la clase política. Pero enfermedad tolerada, porque envidiada por la sociedad se encuentra. Sociedad que lejos está de entender, siquiera, la importancia de tener el privilegio de ser ella la encargada de poner los candados a la clase política para impedir, justamente, que la corrupción se convierta en una regla. La sociedad es en parte, al menos, responsable de la corrupción que impera. Lejos de abuchear al corrupto se le premia.
El que nada tiene aspira a tener todo aquello que mal habido se sabe, pero de lo que el otro disfruta.
En la gente joven destaca aún más el fenómeno. No se estudia —-los que tienen la posibilidad de hacerlo —- para servir al otro. Ni por vocación, en gran número de casos. Se elige la carrera para tener y se estudia para estar por encima del otro.
Los valores están trastocados y no hemos sido capaces de, al menos en casa, luchar por su rescate.
La telebasura ha impuesto sus reglas y ha cancelado las neuronas necesarias para no asumirse la inmensa mayoría como víctima, sin remedio, de un destino que forjarse de otra manera debiera.
Se acepta el abuso de la clase política, como si en llegar al puesto el robar se tornara en derecho.
No se cuestiona la forma de obtención de lo que tiene, el que tiene, se envidia el no tenerlo y se admira al que lo tiene.
La corrupción, en el fondo, se considera un logro.
Y esto trae, como consecuencia, que la impunidad se haya convertido también en otra regla.
Y sí, cuando toca, la impunidad moleta. Pero... como corrupción e impunidad forman un todo no hay manera de lograr un avance para disminuir una sin atacar a la otra. Y esto no es posible en tanto, convertidas en pilares del sistema, ambas se encuentren.
Apagar la telebasura tendría que ser otro propósito generalizado de inicio de año. El avance podría ser comparable al atraso, en todos sentidos, que hemos acumulado a lo largo de los últimos diez años miserables para los mexicanos de gobierno panista.
No se le puede vender, a quien el televisor no mira; a un pirruris casado con una actriz de telenovela, como futuro presidente de un país que requiere un estadista, para, dentro de un siglo, quizá, llegar de nuevo a ser pionero en América Latina del derecho primario del ser humano a recibir asilo digno cuando es rechazado por un régimen autoritario o por el hambre que, igual de autoritaria, del país de origen a sus hijos expulsa.
Los poderes fácticos llenan los vacíos que el poder abandona. Pero al menos el telecrático, con apagar el televisor va a dejar de ser el poder que, en México, muchas de las reglas dicta, ante el abandono de los unos sometidos a él: los políticos que, sin la telebasura, ya ni siquiera se sueñan. Y de los otros que con el hecho de encenderlo lo autorizan a entrar en su casa tomando decisiones por ellos, dejándose convencer, la mayoría, de que las cosas son como a la telebasura le conviene que sean y no como deben ser.
No podemos combatir la inseguridad con la que la limpieza de mexicanos pobres por un usurpador, hechura también de la telebasura, se realiza. Pero sí podemos, apagando el televisor —y mejor aún sería si a la basura fuéramos capaces de apagar la caja idiota— romper el cerco, que nos mantiene como el pueblo enajenado, al que se le puede, en diez años, cambiar la historia. Debemos denunciar la masacre que en México la usurpación panista comete y, a la par, apagando el televisor, decir ya basta a tan abominable derramamiento de sangre con el que se ahoga incluso la protesta.
Tomar en nuestras manos el futuro no es cosa fácil. Pero de nosotros depende empezar a dar algunos pasos. No hay otra manera de cambiar a la clase política, obligándola a bajarse del carro de la telebasura que es a lo único que para esa clase cuenta.
Apagar los televisores es convertir a la clase política en fantasma. Y sólo convertida en fantasma es que quizá se ocupara de volver, mirando a los gobernados, a luchar por convencer con propuesta ideológicas bien definidas de que es necesaria su presencia. Apagar el televisor es ignorarla.
Es borrarla. Es obligarla a colorearse para subsistir. Pero igual y la sociedad se entera de que no necesita a la clase política para enfrentar los problemas que la aquejan y nace así otra forma de relación que, de a poco, nos permite generar una vida digna para los más arrinconados, a los menos.
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