Indigna ver cómo se desmantelan el pilar sobre el que se construyó el México moderno –Pemex– sin que haya una sola instancia política capaz de frenar esta destrucción: ni el Congreso de la Unión, ni el Partido Revolucionario Institucional, ni el Partido de la Revolución Democrática ni los partidos del DIA, ni Andrés Manuel López Obrador ni los gobernadores. Nadie parece tener las facultades legales o el valor y el patriotismo necesarios para poner un alto a un grupo político que tiene 10 años dilapidando el petróleo y desangrando a Pemex con el mismo modelo que usó para derrumbar Luz y Fuerza del Centro y acabar con su sindicato.
El modelo y el pretexto: Pemex es muy costoso para la nación –dicen quienes quieren privatizarlo– y su única salvación es venderlo a las compañías petroleras internacionales, que cuentan con el capital y la tecnología necesarios para explotar los inmensos yacimientos del Golfo de México y convertir a una empresa arruinada en un negocio próspero.
La demolición del organismo avanza a pasos agigantados. Se ha anunciado que Pemex tendrá que importar petróleo crudo ligero porque el yacimiento de Cantarell se está agotando con gran rapidez y las refinerías existentes no pueden procesar petróleo pesado porque se han retrasado las adecuaciones técnicas que requieren. Así de simple: hubo un retraso –como en las fiestas del Bicentenario– y no queda más que importar petróleo, sin que nadie tenga que darle cuentas a nadie más, pues vivimos en el mundo de la impunidad.
Además, la privatización de Pemex acabaría con el sindicato que es corrupto, sus líderes tienen grandes fortunas y los trabajadores mismos ganan más que el promedio de los trabajadores mexicanos, por lo que deberían ganar menos.
Es cierto que los líderes del sindicato petrolero son corruptos o parecen serlo a juzgar por sus signos externos –mansiones, automóviles de lujo, relojes, joyas y todo cuanto pueda comprarse con dinero– pero el costo del factor trabajo, incluyendo al sindicato, es sólo una parte mínima de los costos totales de Pemex y, si se trata de sanear al sindicato, son los petroleros los únicos con derecho para hacerlo, y de ninguna manera el presidente de la República ni el secretario del Trabajo.
La ruina de Pemex, como antes la de Luz y Fuerza del Centro, no fue causada por el sindicato, sino por un proceso deliberado de demolición que funciona en pinza: por una parte, se le cobran derechos por la explotación del petróleo que superan con mucho sus utilidades anuales y, por la otra, se le impide invertir, ya no sólo en la refinería de Hidalgo, que no tiene para cuándo empezar, sino en mantenimiento de ductos, pozos, almacenes, refinerías, etc. Por eso, porque Hacienda no permite que Pemex invierta sus propios recursos, no se han adecuado las refinerías y tendremos que importar 100 mil barriles de petróleo diario.
El socavamiento de Pemex ha sido integral. No sólo se le deja sin los recursos financieros que el propio organismo produce, sino que los ingenieros petroleros que México preparó con tanto tiempo y esfuerzo, han sido despedidos o jubilados anticipadamente y se ha dejado casi morir de inanición al Instituto Mexicano del Petróleo, cuya excelencia como centro de investigación en escala mundial es ampliamente reconocida.
El gobierno debería responder ante alguien por estar financiando el gasto público con los recursos de Pemex, ante su incapacidad para administrar eficiente y honradamente el gasto público, que es el único argumento válido para proponer y negociar con el Congreso una reforma hacendaria que incluya ingresos tributarios, deuda pública y gastos.
Sabemos que el gobierno calderonista se distingue por su ineptitud, pero la destrucción de Pemex no se debe sólo ni principalmente a la incompetencia, sino a los prejuicios ideológicos y los odios históricos convertidos en acciones y políticas públicas, no siempre explícitas, como la de terminar la desintegración del Estado heredero de la Revolución.
Están decididos a privatizar Pemex porque su sola existencia es una afrenta para los 10 mandamientos neoliberales que fueron rechazados en el mundo entero a raíz de la crisis financiera de 2008-2009, pero que en México siguen siendo mandatos invariables del gobierno.
Como no hay información, y la que circula suele estar falseada, los ciudadanos no podemos explicarnos la obsesión por privatizar Pemex más que por medio de los hechos evidentes y las conjeturas. Un hecho es que la privatización del organismo favorece intereses muy poderosos de las compañías internacionales de petróleo, como la reprivatización de los bancos favoreció a importantes consorcios financieros internacionales. Una conjetura –y lo digo porque no puedo exhibir pruebas– es que esos intereses influyen en las decisiones gubernamentales relativas a la política energética y en especial la petrolera, sin descartar –una suposición más– que haya complicidad de servidores públicos en este atraco brutal a la nación.
Lo que están haciendo con Pemex es comerse la gallina de los huevos de oro, con la ventaja de que esa gallina no es suya, sino de la nación.
Pero el grupo gobernante actúa como si todo lo hecho en este país a partir de 1861 –cuando Juárez regresa como presidente a la capital de la República y sella así el triunfo de los liberales sobre los conservadores– es obra del Diablo y debe ser quemado en leña verde. Y todo lo hecho por los gobiernos de origen priísta debe ser igualmente derrumbado.
Fox y su esposa se contentaron con disfrutar del sueño Blanca Nieves: salieron del rancho en una calabaza y llegaron al palacio del rey de España y se tutearon con sus majestades, ya que no pudieron tener, como pareja presidencial, el honor de arrodillarse frente al papa. Pero Felipe Calderón, más sistemático y tenaz, parece movido por dos objetivos: impedir que el PRI recupere la Presidencia de la República y destruir las instituciones del Estado heredero de la Revolución.
Va a concluir su obra con éxito a menos que la clase política se lo impida, como parece perfilarse a hacerlo el PRI. Habrá que ver, pero lo que está en juego no son sólo unas elecciones federales, sino la nación.
Estamos de vuelta
Hace 9 años
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